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Mamá,
hoy iré a ver a Ramón
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¿Pero
Carlos, si estuviste hace pocas semanas?
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Ya lo se, pero quiero ir otra vez
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De
acuerdo – dijo mi madre – pero no vuelvas tarde
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No
mamá
Al terminar las clases en el
instituto cogí el tranvía hasta Plaza de
España.
Siempre que podía, me situaba junto
al conductor. Me fascinaba y no terminaba de comprender como podía manejarse
una mole de hierro como aquella con una
palanca que giraba sobre un eje,
aumentando o disminuyendo la velocidad según su posición. Tenía también otra
palanca que, al accionarla dejaba escuchar un sonido de aire escapando a
presión de algún sitio que yo desconocía. Supe que era un freno de emergencia
cuando me dirigía, en un trayecto hacia la estación de autobuses, y un Renault, recuerdo que se le conocía por 4
Latas, conducido por un señor mayor, tuvo la mala fortuna de cruzarse en el
camino de la bestia de hierro. El
avezado conductor de la bestia, vio lo que iba a ocurrir y accionó las dos palancas simultáneamente
mascullando improperios a la vez. Se escucharon ruidos, el tranvía aminoró la
marcha bruscamente provocando que algún viajero cayese contra los asientos y más improperios.
Yo lo veía en primer plano, iba al
lado del conductor, de pié como él. Circulábamos por la que entonces era
avenida general Franco. Espacio para un carril de circulación de coches y otro
para las vías del tranvía en cada sentido. Una fila de farolas de hierro, del
bueno, en la zona central de la avenida, junto a las vías del tranvía. El 4 Latas inició una maniobra de arrancar a
5 por hora, sin mirar, y se situó en las vías. La bestia, ya casi parada, pero
no del todo empujó casi con delicadeza al coche orientándolo contra una de las
farolas. A cámara lenta se inició una desigual batalla entre la bestia, la farola de hierro y el
coche, que parecía de papel, a juzgar por la facilidad con que empezó a
arrugarse, quedando reducido a la
cuarta parte de su tamaño, hasta que la bestia de detuvo. La farola tampoco
cedió. No supe que les ocurrió a los ocupantes por que nos hicieron bajar
rápidamente y tampoco tuve la curiosidad de quedarme.
Llegué a mi parada y me dirigí hacia
El Tubo. Las cigarreras estaban apostadas
en la entrada de la calle. Era el único sitio que conocía donde podía
comprar cigarrillos sueltos para satisfacer mi incipiente adicción al tabaco.
No tenía dinero para comprar una cajetilla y tampoco quería correr el riesgo de
que me la encontrasen mis padres. Hice la compra habitual y avancé hacia mi
destino.
Al girar hacia la izquierda, al final
de la calle te topabas con un gran cartel en el que se anunciaba “Salón Olympia”
Ramón se encontraba junto al segundo
sillón, al entrar en el local. Recuerdo su aspecto como si lo viese ahora. Unos
50 años, un poco pasado de kilos, bigote de la época, pulcramente recortado y
una chaquetilla blanca abotonada, que le confería un aspecto de profesionalidad,
que además era real.
Me sonrió al entrar. Estaba
manejando afanosamente las tijeras, intentando cumplir con las indicaciones de un cliente.
Me senté a esperar a que terminase y
empecé a recordar las agradables sensaciones que me producía el hecho de que me
cortasen el pelo. Hoy todavía no se si eran los sonidos de la tijera al
recortar o de la maquinita manual que, a veces, utilizaba para dejar perfecta
la zona del cuello. No lo se. Pero recuerdo que cerraba los ojos y me
concentraba en esas sensaciones que me trasladaban a un mundo mucho más
agradable que el que tenía.
Con el paso de los años, el salón
cerró sus puertas. Nunca supe que fue de
Ramón, pero hoy todavía recuerdo su maestría.
Clochard