EL PINTOR DE ALMAS


I

La posición del cuerpo de la modelo era grotesca, casi de contorsionista, pero el realismo que su mente buscaba,  requería una perfección difícil de conseguir. Su blanca piel, casi nívea, huida de los arquetipos estéticos que sugerían una belleza dorada. Curvas sinuosas se insinuaban bajo el encaje negro que cubría parcialmente su cuerpo. Curvas que parecían esperar nuevamente la mano del  escultor que las acariciase, las modelase para terminar de crear  turgentes senos, poderosas caderas y sensuales nalgas.  Líneas  perfilando  su rostro  trazadas  por Afrodita

Las pinceladas se sucedieron con rapidez,  con una maestría que denotaba las muchas horas pasadas delante de un lienzo. No disponía de mucho tiempo, así que se concentró en memorizar hasta el más mínimo detalle de la escena para poder recordarlo después, cuando el escenario ya hubiese cambiado. Cuando los haces de luz del atardecer dejasen de filtrase por la ventana del estudio, acariciando uno de los rostros mas bellos que sus ojos habían contemplado.
Una hora más tarde, Prado, daba muestras de cansancio y no conseguía mantener la postura  correcta.
-          ¿Lo dejamos por hoy? – le sugerí.
Aceptó sin dudar.
No me acostumbraba a la naturalidad con que paseaba su cuerpo desnudo por el estudio, hasta alcanzar la bata que cubrió su escultural cuerpo. Cuando dejaba de formar parte de mi obra y aparecía la mujer, me costaba mucho esfuerzo reprimir el dictado de mis hormonas.
Me serví un café y observé desde la ventana

Esa noche, como la mayoría desde hacia dos años, dormí mal. Las pesadillas eran recurrentes. Me despertaba varias veces con la respiración agitada, sudando y con una sensación de pánico, que me obligaba a levantarme, encender un cigarrillo y salir al la terraza de la casa, buscando lo único que me relajaba, lo único que me devolvía la tranquilidad necesaria para  poder seguir durmiendo. Me apoyé en el barandado de piedra y me dispuse a escuchar la sinfonía que se estaba interpretando a pocos metros, delante de mí. El sonido del mar, de las olas que en su interminable viaje a ninguna parte, rompían sin descanso en la arena de Riazor, a veces con estruendo y tintes Wagnerianos y otras con suavidad, emulando las Gymnopedies de Satie, pero siempre consiguiendo su efecto terapéutico de relajarme.
A pesar del augurio de temporal, el cielo estaba despejado y el reflejo de la luna  junto con la iluminación del paseo marítimo, permitían ver con claridad la playa en toda su extensión. El silencio era casi absoluto, la ciudad dormía, solo era interrumpido por  el  batir de las olas, que esa noche tocaban Las Walkirias.
Se levantó una ligera brisa y me estremecí al sentir  frío. Había que entrar de nuevo en casa, si no quería pescar un catarro.
Fue entonces, al darme la vuelta cuando la vi.
En una zona rocosa al comienzo de la playa, se distinguía la silueta de una persona que caminaba lentamente con la aparente intención de entrar en el mar. Algo me llamó la atención y la observé unos instantes, entonces lo comprendí.
Me cambié de ropa lo más rápido que pude, cogí el móvil, las llaves de casa y me lancé a la carrera al punto donde vi por última vez a esa persona.
Llegué exhausto, sin respiración, maldito tabaco, mascullé. No veía a nadie. La olas rompían con fuerza contra las rocas. Sería imposible sobrevivir si alguien caía al mar en esa zona.
Pensé en llamar a emergencias, pero ¿Qué podía decir? Dudaba hasta de que mi imaginación me hubiese jugado una mala pasada. Decidí volver a casa.



II

            Eché un último vistazo a las  encabritadas olas que seguían estrellándose contra las rocas librando una desigual batalla. Seguía sin ver nada. Cuando me disponía a marcharme, en el  brevísimo tiempo que transcurría  entre  una ola y la siguiente, me pareció escuchar un sollozo.
            Me detuve y presté más atención. La segunda vez lo oí con más claridad y miré hacia abajo desde mi posición.
A mi izquierda, grupos de rocas se apiñaban formando una pequeña pendiente y,  entre  ellas, se distinguía a una persona aparentemente bien vestida, sentada, con la ropa completamente empapada, con las piernas flexionadas, abrazado a ellas y con la cabeza escondida  entre sus brazos.

-          ¿se encuentra bien?,… ¿necesita ayuda?,… ¿quiere que avise a emergencias?

Grité para elevar mi tono de voz por encima del ruido de las olas pero, nada me indicó que me hubiese escuchado. Se movía con un tempo constante como un tentetieso y repetía como si fuera un mantra

-          No he sido capaz
-          No he sido capaz

De perdidos al río, pensé. Si he venido hasta aquí no me voy a marchar sin saber lo que ocurre.
Haciendo gala de una agilidad olvidada hace años, inicié mi descenso hasta la posición del misterioso “bañista”, intentando no partirme la crisma si resbalaba.
Cuando me encontraba a un par de metros de él, volví a repetir la pregunta

-          ¿se encuentra bien?

Pareció salir de su ensimismamiento, me miró con ojos ausentes. Su aterida cara reflejaba desesperación. Temblaba, no se muy bien si por su estado, o por el frío que podía sentir al estar totalmente empapado.
Su respuesta fue contundente

-          ¡No se acerque!
-          Solo quiero ayudarle – le contesté
-          ¡Le repito que no se acerque!

Yo, en mi papel de Capitán América, defendiendo causas perdidas, me aproximé hasta su posición y automáticamente se puso en pie.
Me miró otra vez sin pronunciar palabra y, por la intensidad de esa mirada, supe lo que iba a hacer.
Tomó impulso y se lanzó hacia el agua.
No pude hacer nada. Miré al punto donde se había lanzado y no fui capaz de encontrarlo. Al cabo de unos segundos vi como braceaba, intentando mantenerse a flote, pero sabía que era imposible. Con olas de tres y cuatro metros, estás a merced del capricho de Neptuno, y Neptuno esa noche estaba cabreado. Se elevó como si fuera un barquito de papel hasta la cresta y la acompañó hasta que fue lanzado contra  las rocas a escasos  metros de mi posición. Pude escuchar el ruido de su cráneo al fracturarse. Instantes después, otra ola lo arrastró de nuevo hacia las profundidades, como si quisiesen recuperar su trofeo.
Conmocionado por lo que acababa de presenciar, llamé al 112  intentando explicar lo que había ocurrido.
La policía no tardó en presentarse, a continuación fueron llegando una ambulancia y salvamento marítimo.
Expliqué varias veces lo ocurrido, tomaron nota de  todos mis datos y me permitieron marcharme, horas más tarde, no sin advertirme que se pondrían en contacto conmigo.
Eran las 4,30 de la madrugada cuando volví a cruzar el umbral de la puerta de mi casa. Sentía frío, algo normal en el mes de diciembre, pensé, además me había mojado durante la breve conversación con el desaparecido, así que decidí encender la chimenea de la sala para recuperar  algo de calor. Tenía claro que esa noche ya no iba a poder dormir.
Cuando los troncos empezaron a arder, me cambié de ropa, me serví un Laphroaig y me senté en el orejero que había junto a la chimenea.
Mientras daba pequeños sorbos  al malta y empezaba a notar  sus efectos, no podía quitar de mi mente la  imagen de la cara del suicida, ni el sonido que produjo su cráneo al romperse. Tenía la sensación de haber visto antes a esa persona, pero era incapaz de recordar donde.





III

Repasaba una y otra vez lo acontecido con intención de recordar algún detalle que me permitiese ubicar a mi desconocido, pero era inútil. Poco a poco, la penumbra de la habitación, iluminada tan solo por los rescoldos de la leña que estaba casi consumida y el suave sopor al que me llevaba  el malta hicieron que mis pensamientos derivasen hacia otros derroteros. Mi mirada vagó hasta un anaquel situado encima de la chimenea, en el que había, entre otros objetos, dos fotografías enmarcadas.
Los rostros de dos jóvenes, sonrientes, me miraban, dos rostros  que aparecían con frecuencia en mis sueños. Mis hijos.
Fue inevitable volver a recordar una vez más. Cerré los ojos y los resortes de mi memoria me llevaron dos años atrás,
Mi vida transcurría con aparente placidez. Posición acomodada. Trabajo estable pero con problemas. Matrimonio sumido en la rutina y dos maravillosos hijos. Una situación  que podía haber mantenido durante muchos años.
Pero había un problema. Yo.
Desde hacía años me sentía vacío, completamente vacío. Mi cuerpo era una un simple recipiente lleno de velas que iluminaron el camino por recorrer y se fueron consumiendo, poco a poco, dejando tan solo pábilos quemados en un fondo de cera.
En mis nocturnas conversaciones con mi vacuo yo, mientras escuchaba mi silencio, se fue forjando una idea. Idea que fue ganando peso a medida que las velas se apagaban.
Un día, tome la decisión, a sabiendas de que sería la mas difícil e importante de mi vida.
Me presenté en mi casa, después del trabajo y le dije a la que era mi mujer que me marchaba.
Mientras se pedían y se daban las pertinentes explicaciones, aunque no sirviesen de nada, mientras el llanto crecía y unos amigos, oportunamente avisados ofrecían consuelo y esperanza de meditar, retomar, reconsiderar, ……, entre mientras y mientras llegaron mis hijos, primero ella, después el.
Con lágrimas y entre sollozos les dije mi decisión, primero a ella, después a él, con las mismas lágrimas que ahora, al recordarlo  recorren mi cansado rostro.
Nunca podré olvidar la reacción de ella. No habló. Solo lloraba y me partía el alma con cada gota que manaba de sus azules ojos.
Nunca podré olvidar la reacción de él. Con la mirada fría nos miró y dijo un escueto “Es vuestro problema”. No hubo ni una sola lágrima. No hubo ni una sola palabra más, pero yo sabía que estaba destrozado.
Fue a la habitación de su hermana, le ofreció su consuelo y mi alma se volvió a partir.
Los abracé, me abrazaron, los besé, me besaron, nuestras lágrimas se fundieron en una y me marché.

Nunca comprendieron por que tomé esa decisión, ni entonces ni ahora: No me arrepiento  de haberla tomado, pero estoy pagando un precio muy alto por ello
Quise morir y pensé en ello. Todo hubiese sido más fácil para ellos. Pero no tuve el coraje suficiente.  
Esto me llevó a pensar en  los motivos que pudieron llevar al suicida a tomar esa decisión. Tuvieron que ser muy graves.

Cuando  los primeros rayos del sol teñían de amarillo y naranja la oscuridad, me venció el cansancio.


Me desperté sobresaltado por el sonido del timbre de la casa.
Miré el reloj, eran las nueve, la hora a la que Anxela, venía puntualmente a intentar poner un poco de orden. Me cuidaba como si fuese su hermano pequeño y yo agradecía su cariño.
Después de abrirle la puerta y sorprendida por mi aspecto, supuso que la noche había sido peor de lo habitual. Con discreción, no hizo preguntas.
Me di una ducha rápida y salí a desayunar, como cada día, a Le Bistró, una  agradable cafetería localizada en el Paseo Puentes. Debía darme prisa. A las once había quedado en el estudio con Prado para continuar con el cuadro.



IV

Me senté en una de las mesas situadas en la calle, después de indicarle   a Sofía, la dueña del local,  que me sirviese un café bien cargado para terminar de despertarme
Mientras preparaban  el desayuno, cogí La Voz de Galicia para hacer tiempo y salí a la terraza. El sol invernal ganaba la batalla a algunas amenazadoras nubes. Tímidos rayos se abrían paso ofreciendo un agradable calor.  El diario, recogía, además de los daños materiales provocados por el temporal, la desaparición de una persona, de identidad desconocida hasta ese momento.

Apuré el último sorbo de café y me dirigí hacia el estudio.  Solo faltaban 15 minutos para que Prado apareciese por allí.
Hoy iba a ser una dura sesión. Al cuadro no le faltaba mucho para darlo por terminado e iba a ser la última sesión para la modelo. Los pequeños retoques finales los haría sin ella.

Fue puntual, como siempre.
Se preparó mientras yo sacaba los matices deseados  en la paleta.
La luz se filtraba a través del inmenso ventanal del ático. Su cuerpo resplandecía, pero su mirada era triste. El contraste del azul de sus ojos con su pelo azabache siempre era irresistible, pero ese día había algo que le preocupaba yo lo notaba.
No comentó nada y respeté su silencio. Después de dos horas, Anxela llamó discretamente a la puerta del estudio, había terminado y se marchaba a su casa, también había dejado la comida preparada.

Le sugerí a Prado hacer una pausa para el almuerzo proponiéndole que me acompañase.
-          Así ganamos tiempo- Le dije

Aceptó y me dirigí a la cocina mientras ella se vestía
Anxela había preparado un Solomillo de Ibérico al Hojaldre acompañado de una reducción de Pedro Ximenez.
Me dispuse a preparar algo para acompañar al solomillo. Y mientras la cebolla se caramelizaba en la sartén, llegó Prado. Se había lavado la cara y su pelo todavía mostraba  signos de  humedad.
Se acercó

-          ¿Qué haces? - Preguntó
-          Preparo algo más de comer.  Hay una botella de vino en el frigorífico. ¿La abres?
-          Claro – Respondió

Se había puesto una bata que modelaba  sus redondeadas formas. La parábola del escote se abría dejando entrever la curva de sus pechos. Yo intentaba centrar mi atención para que la cebolla no se quemase, pero ella se percató de mis fugaces miradas.

-          Estás cansado de verlas – me dijo con una sonrisa

Me sonrojé como un adolescente al que pillan con una revista porno y le contesté nervioso

-          Bueno, es que no es lo mismo

Sonrió ante mi comentario y me ofreció la copa.

-          Me alegra verte sonreír - dije
-          ¿Por qué?
-          Hoy la tristeza te acompaña como una sombra.
-          Bueno, es el último día de trabajo y ¿quién sabe cuando volverás a necesitarme?

Saqué el pan del tostador y me dispuse a poner una capa de cebolla caramelizada, sobre ella puse una cucharada de confitura de frambuesa y para terminar unas láminas de foie  mi cuit. Preparé también unos percebes y nos dispusimos a comer

En los meses que Prado vino a posar para el cuadro, fuimos ganando confianza el uno en el otro. Ella me hablaba de sus amores y desamores y yo le aconsejaba, intentando no ser paternalista, a pesar de la diferencia de edad.

Nos sentamos uno junto al otro en la pequeña barra de la cocina, dispuestos a dar cuenta de las viandas. Su proximidad me llenó de un aroma a flores recién cogidas.

Hablamos poco, de temas intrascendentes. 
Al sentarse, cruzó sus piernas y la bata se abrió. El Albariño comenzaba a hacer aparición, provocando un sonrosado tono a sus mejillas.
La observaba luchar con los percebes para abrirlos sin bañarse. Sus delicadas manos eran incapaces de romper el caparazón.

-          Espera, yo te enseño

Mis dedos apenas tocaron los suyos, pero fue como si estableciesen una conexión en el leve contacto.

-          Mira, clava la uña aquí y, una vez abierto, estira para sacar la funda

Me dio las gracias con una sonrisa y en silencio.
La  sensualidad de sus movimientos no era provocada. Su naturaleza era así.
Sutiles e inapreciables roces de su desnuda pierna, el movimiento de su boca al masticar, descuidadas miradas que indefectiblemente se encontraban con las mías. Todo  llenaba  el silencio. No hacían falta palabras. Si se hubiesen pronunciado desaparecería la magia de esos momentos.

El blanco dio entrada al tinto. Un Viña Ardanza escanciado en las copas nos dio la excusa para brindar.
Saqué el solomillo del horno. Su forma fálica parecía provocar todavía más a nuestros sentidos.
El hojaldre crujió al ser cortado, dejando ver en su interior la pieza de carne redonda y sonrosada. Puse una generosa porción en su plato y a su lado, la untuosidad de la reducción hacía difícil su caída, dilatando el momento.
Deslizó la parte recién trinchada   hasta unirse con la salsa y la llevó a su boca.
Su gesto de aprobación se confundió con la sensación del placer que me producía mirarla.  
Una brizna de hojaldre quedó en la comisura de sus labios.   La punta de su lengua la tocó con mimo para llevarla al interior de su boca.

-          Apenas has comido – me dijo

No sabía, o si, que mi satisfacción  residía en contemplarla. No parecía molestarle que la observase, al contrario. Y mientras lo hacía, vi que su respiración estaba un poco más agitada de lo normal. Que sus pezones pugnaban por atravesar la liviana tela de su bata. Que cruzaba y descruzaba sus piernas  en movimientos nerviosos.
La deseaba, pero no con la ansiedad de hacerla mía por pura satisfacción personal.
Quería que  sintiese esa forma de deseo que va más allá del simple placer físico. Quería que su cuerpo fuese una extensión de su alma en la búsqueda del placer absoluto. Sabía que estaba húmeda y me gustaba la sensación.
El postre fue un clásico. Dos días antes compré unas fresas silvestres y las bañé en tres chocolates.
Quité los platos de la mesa y saqué el pequeño jarrón chino que, a modo de florero, contenía las fresas atravesadas en palos de bambú y abrigadas  con una  cobertura de chocolates, puro, blanco y con leche.
Lo acompañamos con un  Gramona Imperial. Tomé una brocheta de chocolate puro y la acerqué a su boca. Perfilé sus labios con ella, Abrió su boca y su lengua emergió con intención de atraparla.

- Dámela - susurró
Escuché el crujido del chocolate al fraccionarse. Sentí la jugosidad de la fresa al ser mordida por sus dientes. Una gota cayó por sus labios y la recuperé con un dedo llevándola a mi boca.
Había deseo en su mirada. El azul de sus ojos me desnudaba mientras ingería el  ácido dulzor de la fruta en comunión con la amargura del chocolate. Me situé detrás de ella y aspiré el aroma de su cabello. Descubrí su blanco cuello y lo besé. Un tímido gemido salió de su garganta y me animó a continuar. Deslicé la punta de mi lengua humedeciéndolo. Alternaba pequeños mordiscos en el lóbulo de su oreja con suaves caricias de mis manos sobre sus pezones por encima de la bata. Apenas los rozaba aumentando su excitación.
No pudo  o no quiso aguantar más. Se levantó del taburete y se volvió hacia mi. Sus manos cogieron mi rostro y acercaron mi boca a su boca. Las mías sopesaban la dureza de sus nalgas, intentando fundirla con mi pelvis. Nuestras lenguas se sumieron en una batalla sin sentido. Sabía a fresa y chocolate. Mi boca recorrió su cara, sus ojos, su cuello, las curvas de sus pechos.
Le di la vuelta sin que opusiese resistencia. Deshice el nudo de la cinta que sujetaba su bata y la abrí. Mi cuerpo se pegó al suyo, haciéndole  notar mi excitación Apoyó sus brazos sobre el banco y me ofreció su deseo con sumisión. Desplacé la bata y la subí por encima de su cintura. Sus gemidos demostraban premura por  sentir mi sexo. 
Entré en ella con suavidad, y se inició una danza ritual en la que el movimiento de sus caderas se acompasó a los envites de mi pelvis, con el tempo justo para llevarnos al clímax  casi simultáneamente.



V

Las lágrimas se deslizaban por mi cara confundiéndose con  gotas de lluvia. Perlas de dolor marchito que no era capaz de contener.
-   Adiós  Alvaro
 Prado me miró y, por un instante me perdí en ese inmenso mar que eran sus ojos, pero fui incapaz de articular palabra. Se marchó sin decir nada, miré a mi alrededor y comencé a experimentar la conocida sensación de ahogo que me provocaba la soledad.

Notaba el aroma a Opium al caminar por las habitaciones.
Me excitaba al notarlo en tu piel. Fue otra prueba de  amor. Cuando te dije  que era mi perfume de mujer favorito, empezaste a usarlo.
Te veía tumbada en el sofá, frente a la chimenea mientras hacías solitarios con la tablet.
Nunca quisiste posar para mí.
Intenté convencerte muchas veces, pero fue inútil.

-          No quiero, ya sabes que no me gusta

Nunca acepté que me dejases.
Luché con uñas y dientes aunque mi lucha fue vana
Me enamoré de ti como un adolescente  cuando ya pensaba que ese sentimiento no anidaría más en mi vida.
Y el amor fue creciendo como nunca pude imaginar
A veces me decías – No me comprendes.
Es posible, pero cada día que pasaba a tu lado te quería más.
Tus silencios eran mi agonía
Tus besos mi vida
Tu sonrisa mi inspiración
Cuando mi temperamento me traicionaba, te encerrabas en ti misma y desaparecías.
Ahí empezaba mi muerte en vida
Y un mal día no volviste.
Recibí, mas tarde un escueto correo, argumentando algunas razones para justificar tu marcha.
-          Nos hacemos daño
-          No quiero verte sufrir
Leí  asépticas palabras que sembraron de dolor  mi alma. Esa que pretendía plasmar  en lienzos. Esa que pedía prestada por unas horas para pintar su reflejo vivo. Esa que no te atreviste a darme
Todavía guardo tus vestidos en el armario de la habitación. De madrugada, antes de acostarme, los acerco a mi cara para sentir su tacto, para captar apenas un ápice del olor de tu piel. Para seguir soñando que sigues aquí conmigo.
“Nunca llegarás a imaginar lo que te quiero”, le digo a un pedazo de suave tela, esperando que me conteste.


            Una semana más tarde, cogí un vuelo a París.
            Faltaban pocos días para la inauguración de la exposición


“…..la vida, en general, no deja de ser un cúmulo de acontecimientos que provocan estados de ánimo y sentimientos dispares en el individuo. 
La vida, la llamada vida que nos toca en suerte, nos lleva a hacernos preguntas,  preguntas que nadie responde por que no hay nada que responder. Es tan solo una transición. Y no me refiero a creer en una religión  o no, es mucho más simple, después de todo no somos mucho más que un conjunto de células que trabajan en equipo durante un tiempo determinado y con una misión concreta, al menos eso es la parte tangible que hay en nosotros.
Todos elegimos, lo difícil es vivir con ello y no hay nadie que pueda ayudarte en eso”
           
            Los aplausos llenaron la sala y me levanté con la intención de saludar a la oradora.



VI

            Marguerite exhibió una sonrisa al ver que me acercaba. Varios folios estaban cuidadosamente distribuidos en la mesa desde la que había hecho la presentación de su libro y se disponía a guardarlos en un ajada cartera de piel que había tenido mejores épocas. Los asistentes abandonaban bulliciosamente el salón de actos, mientras comentaban entre ellos los matices del que prometía ser un nuevo éxito de ventas de  mi vieja amiga.

-          Bon jour, Alvago.- dijo arrastrando la g
A pesar de los años que hacía que éramos amigos y de que hablaba con fluidez el castellano, había sido incapaz de aprender a pronunciar bien mi nombre
-     Bon jour Marguerite – respondí también con una  sonrisa

            Después de una breve charla para ponernos al día desde la última vez, le acompañé hasta su coche que estaba aparcado en las proximidades.
-          Cenaremos en Montmartre, en la brasserie de un amigo
-          Me parece perfecto – Respondí

Al salir del aparcamiento, el rugido del motor de su Quattroporte provocó miradas de admiración de algunos viandantes
Marguerite se sumergió en el frenético tráfico parisino y mientras me relataba  el trabajo de campo de su último libro, me dediqué a admirarla, sabiendo que su concentración al volante no disminuía  a pesar de estar hablando.
Llevaba el pelo corto, lo que le daba un aire más juvenil. Su vestido negro, ceñido y corto insinuaba un pecho firme y natural. Su posición en el asiento hacía que la falda  se hubiese subido más de lo conveniente, mostrando unos torneados muslos que incitaban a ser acariciados.
¿Pero que me ocurre?, pensé.
Marguerite es  una buena amiga. Nunca la he mirado con deseo.

Quince minutos más tarde aparcó en las proximidades de la brasserie Le Moulin de la Galette.
Nos acercamos paseando. Mientras ella no paraba de hablar, yo le miraba sonriendo, a la vez que disfrutaba del encanto de las calles del barrio.
Algunos ingenuos turistas estaban siendo hábilmente retratados después de caer en la red de  los maestros del carboncillo y el pincel que intentaban sobrevivir mientras llegaba el Mecenas que valorase su talento. Yo tuve más suerte
La pareja de jóvenes enamorados sentada en un banco, se besaba ajena al resto del mundo que les rodeaba. Se veía en sus miradas el amor ciego y apasionado de los primeros años.
El anciano que, con mirada triste y elegantemente vestido, paseaba a su perro añorando, probablemente tiempos pasados, tiempos de juventud.
Por primera vez en muchos meses, me sentí bien. Un sentimiento casi olvidado que parecía felicidad se adueñó de mí durante unos minutos.

El restaurante tenía el  aura de Renoir, no en vano pintó en sus proximidades la que probablemente es una de sus mejores obras y del que había tomado su nombre.
La  cena transcurrió entre miradas de extrañeza de Marguerite y mis sonrisas.
Le conté el episodio del suicidio en Riazor. Le conté mi desliz con Prado.
Y ella volcaba sus ojos en mi, intentando llegar a lo mas profundo de mis pensamientos. Yo sabía que su analítica mente estaba procesando la información  y que al final me daría un veredicto.
Ella conocía mi pasado,   mis pesadillas, mi  tendencia a autodestruirme.

            Habíamos terminado nuestro café y después de un breve momento de silencio me dijo
-          Salgamos a  pasear

Hacía frío y se subió la solapa de su abrigo en un gesto inconsciente. Fuimos caminando   hasta las proximidades del Sacre Coeur. La majestuosidad del templo transmitía serenidad. Pasé mi brazo por sus hombros intentando transmitirle un poco de calor, aunque en realidad quería sentir su contacto.
Llegamos a la zona ajardinada que rodea la Basílica. La ciudad se veía preciosa con la torre Eiffel iluminada.

-          Sentémonos en el césped – le pedí
-          Pero nos vamos a congelar
-          Sentémonos, te lo ruego
-          De acuerdo – aceptó – Estás muy raro, y creo saber por que.
-          Quizás tengas razón, pero ahora déjame disfrutar el momento

Sus ojos brillaban como estrellas y decidió tumbarse a contemplar el cielo. Los cerró. Yo me incliné apoyándome en el brazo y sin previo aviso le dí un beso en la boca. Pareció sorprenderse, pero no me rechazó. Sus labios sabían a caramelo, los abrió y mi lengua fue en busca de la suya mientras las yemas de mis dedos se enredaban en su pelo.
Noté como empezaba a excitarse y entonces me separé.

-          Perdona, no debí hacerlo. Llévame al hotel, por favor.

Marguerite se quedó algo desconcertada, pero no dijo nada.
Llegamos hasta el coche y en silencio me llevó hasta L’Avenue de L’Opera  donde estaba mi  hotel. Yo tampoco abrí la boca durante el trayecto.

-          Mañana te llamaré. Necesito decirte algo.
-          D’acord – respondió mirándome con tristeza

Los neumáticos se quejaron cuando el coche salió disparado. La calle estaba desierta.

Ya en la habitación mi cabeza no paraba de dar vueltas a lo ocurrido. Pensaba en voz alta, mientras decía
-          Eres gilipollas, has mandado a la mierda una amistad de las auténticas ¿Qué le vas a decir? Perdona, me dejé llevar. Estabas irresistible. Fue el embrujo de esta ciudad
A duras penas conseguí calmarme y al cabo de un tiempo me venció el sueño. A la mañana siguiente, la melodía del tf me despertó.  Me di una ducha y con las ideas mas claras, caí en la cuenta de que por primera vez desde hacía mucho tiempo, había conseguido dormir sin tener pesadillas.

Cuando estaba tomando el segundo café en la brasserie del hotel la vi entrar. No era espectacular,  no robaba las miradas de los hombres a su paso, pero en aquél momento supe que la quería. Que, probablemente desde hace mucho tiempo, la amaba sin saberlo y, para mi, era la mujer más atractiva del mundo.
Me levanté, me acerqué hasta ella cuando estaba hablando con el maître y sin mediar palabra la besé. Fue un beso largo y lleno de sentimientos, sentimientos que ella compartía desde hacía tiempo aunque jamás noté nada. Un beso en el que mi alma, el alma de este aprendiz de pintor, supo que había encontrado la que siempre anduvo buscando entre paletas, pinceles y colores

-          ¿Posaras para mí?

Clochard

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