EL PINTOR DE ALMAS IV
Me senté en una de las mesas
situadas en la calle, después de indicarle a
Sofía, la dueña del local, que me
sirviese un café bien cargado para terminar de despertarme
Mientras preparaban el desayuno, cogí La Voz de Galicia para
hacer tiempo y salí a la terraza. El sol invernal ganaba la batalla a algunas
amenazadoras nubes. Tímidos rayos se abrían paso ofreciendo un agradable calor.
El diario, recogía, además de los daños
materiales provocados por el temporal, la desaparición de una persona, de
identidad desconocida hasta ese momento.
Apuré el último sorbo de café y me
dirigí hacia el estudio. Solo faltaban
15 minutos para que Prado apareciese por allí.
Hoy iba a ser una dura sesión. Al
cuadro no le faltaba mucho para darlo por terminado e iba a ser la última
sesión para la modelo. Los pequeños retoques finales los haría sin ella.
Fue puntual, como siempre.
Se preparó mientras yo sacaba los
matices deseados en la paleta.
La luz se filtraba a través del
inmenso ventanal del ático. Su cuerpo resplandecía, pero su mirada era triste.
El contraste del azul de sus ojos con su pelo azabache siempre era
irresistible, pero ese día había algo que le preocupaba yo lo notaba.
No comentó nada y respeté su
silencio. Después de dos horas, Anxela llamó discretamente a la puerta del
estudio, había terminado y se marchaba a su casa, también había dejado la comida
preparada.
Le sugerí a Prado hacer una pausa
para el almuerzo proponiéndole que me acompañase.
-
Así
ganamos tiempo- Le dije
Aceptó y me dirigí a la cocina
mientras ella se vestía
Anxela había preparado un Solomillo
de Ibérico al Hojaldre acompañado de una reducción de Pedro Ximenez.
Me dispuse a preparar algo para
acompañar al solomillo. Y mientras la cebolla se caramelizaba en la sartén,
llegó Prado. Se había lavado la cara y su pelo todavía mostraba signos de
humedad.
Se acercó
-
¿Qué
haces? - Preguntó
-
Preparo
algo más de comer. Hay una botella de
vino en el frigorífico. ¿La abres?
-
Claro
– Respondió
Se había puesto una bata que
modelaba sus redondeadas formas. La parábola
del escote se abría dejando entrever la curva de sus pechos. Yo intentaba centrar
mi atención para que la cebolla no se quemase, pero ella se percató de mis
fugaces miradas.
-
Estás
cansado de verlas – me dijo con una sonrisa
Me sonrojé como un adolescente al
que pillan con una revista porno y le contesté nervioso
-
Bueno,
es que no es lo mismo
Sonrió ante mi comentario y me
ofreció la copa.
-
Me
alegra verte sonreír - dije
-
¿Por
qué?
-
Hoy
la tristeza te acompaña como una sombra.
-
Bueno,
es el último día de trabajo y ¿quién sabe cuando volverás a necesitarme?
Saqué el pan del tostador y me
dispuse a poner una capa de cebolla caramelizada, sobre ella puse una cucharada
de confitura de frambuesa y para terminar unas láminas de foie mi cuit. Preparé también unos percebes y nos
dispusimos a comer
En los meses que Prado vino a posar
para el cuadro, fuimos ganando confianza el uno en el otro. Ella me hablaba de
sus amores y desamores y yo le aconsejaba, intentando no ser paternalista, a
pesar de la diferencia de edad.
Nos sentamos uno junto al otro en la
pequeña barra de la cocina, dispuestos a dar cuenta de las viandas. Su
proximidad me llenó de un aroma a flores recién cogidas.
Hablamos poco, de temas
intrascendentes.
Al sentarse, cruzó sus piernas y la
bata se abrió. El Albariño comenzaba a hacer aparición, provocando un sonrosado
tono a sus mejillas.
La observaba luchar con los percebes
para abrirlos sin bañarse. Sus delicadas manos eran incapaces de romper el
caparazón.
-
Espera,
yo te enseño
Mis dedos apenas tocaron los suyos,
pero fue como si estableciesen una conexión en el leve contacto.
-
Mira,
clava la uña aquí y, una vez abierto, estira para sacar la piel
Me dio las gracias con una sonrisa y
en silencio.
La
sensualidad de sus movimientos no era provocada. Su naturaleza era así.
Sutiles e inapreciables roces de su
desnuda pierna, el movimiento de su boca al masticar, descuidadas miradas que
indefectiblemente se encontraban con las mías. Todo llenaba el silencio. No hacían falta palabras. Si se
hubiesen pronunciado desaparecería la magia de esos momentos.
El blanco dio entrada al tinto. Un
Viña Ardanza escanciado en las copas nos dio la excusa para brindar.
Saqué el solomillo del horno. Su
forma fálica parecía provocar todavía más a nuestros sentidos.
El hojaldre crujió al ser cortado,
dejando ver en su interior la pieza de carne redonda y sonrosada. Puse una
generosa porción en su plato y a su lado, la untuosidad de la reducción hacía
difícil su caída, dilatando el momento.
Deslizó la parte recién trinchada hasta
unirse con la salsa y la llevó a su boca.
Su gesto de aprobación se confundió
con la sensación del placer que me producía mirarla.
Una brizna de hojaldre quedó en la
comisura de sus labios. La punta de su
lengua la tocó con mimo para llevarla al interior de su boca.
-
Apenas
has comido – me dijo
No sabía, o si, que mi satisfacción residía en contemplarla. No parecía
molestarle que la observase, al contrario. Y mientras lo hacía, vi que su
respiración estaba un poco más agitada de lo normal. Que sus pezones pugnaban
por atravesar la liviana tela de su bata. Que cruzaba y descruzaba sus piernas en movimientos nerviosos.
La deseaba, pero no con la ansiedad
de hacerla mía por pura satisfacción personal.
Quería que sintiese esa forma de deseo que va más allá
del simple placer físico. Quería que su cuerpo fuese una extensión de su alma
en la búsqueda del placer absoluto. Sabía que estaba húmeda y me gustaba la
sensación.
El postre fue un clásico. Dos días
antes compré unas fresas silvestres y las bañé en tres chocolates.
Quité los platos de la mesa y saqué
el pequeño jarrón chino que, a modo de florero, contenía las fresas atravesadas
en palos de bambú y abrigadas con una cobertura de chocolates, puro, blanco y con
leche.
Lo acompañamos con un Gramona Imperial. Tomé una brocheta de
chocolate puro y la acerqué a su boca. Perfilé sus labios con ella, Abrió su
boca y su lengua emergió con intención de atraparla.
- Dámela - susurró
Escuché el crujido del chocolate al
fraccionarse. Sentí la jugosidad de la fresa al ser mordida por sus dientes. Una
gota cayó por sus labios y la recuperé con un dedo llevándola a mi boca.
Había deseo en su mirada. El azul de
sus ojos me desnudaba mientras ingería el
ácido dulzor de la fruta en comunión con la amargura del chocolate. Me
situé detrás de ella y aspiré el aroma de su cabello. Descubrí su blanco cuello
y lo besé. Un tímido gemido salió de su garganta y me animó a continuar. Deslicé
la punta de mi lengua humedeciéndolo. Alternaba pequeños mordiscos en el lóbulo
de su oreja con suaves caricias de mis manos sobre sus pezones por encima de la
bata. Apenas los rozaba aumentando su excitación.
No pudo o no quiso aguantar más. Se levantó del
taburete y se volvió hacia mi. Sus manos cogieron mi rostro y acercaron mi boca
a su boca. Las mías sopesaban la dureza de sus nalgas, intentando fundirla con
mi pelvis. Nuestras lenguas se sumieron en una batalla sin sentido. Sabía a
fresa y chocolate. Mi boca recorrió su cara, sus ojos, su cuello, las curvas de
sus pechos.
Le di la vuelta sin que opusiese
resistencia. Deshice el nudo de la cinta que sujetaba su bata y la abrí. Mi
cuerpo se pegó al suyo, haciéndole notar
mi excitación Apoyó sus brazos sobre el banco y me ofreció su deseo con sumisión.
Desplacé la bata y la subí por encima de su cintura. Sus gemidos demostraban
premura por sentir mi sexo.
Entré en ella con suavidad, y se
inició una danza ritual en la que el movimiento de sus caderas se acompasó a
los envites de mi pelvis, con el tempo justo para llevarnos al clímax casi simultáneamente.
Continuará
Clochard